En muchos procesos socio históricos, las ciencias sociales han llegado y fallado en su pretensión de predecirlos, o en su caso, los interpreta una vez que han acontecido. Hacia fines de los años ochenta, no parece que los analistas hayan podido visualizar con claridad el advenimiento de la crisis de un mundo esencialmente polarizado hasta ese momento, en donde la disputa estaba dada por la influencia global entre dos grandes sistemas económicos, sociales y culturales: capitalismo o socialismo.
La caída del muro de Berlín como hito, señaló una nueva ruta para la humanidad. La muerte de los mega relatos o del relato de la modernidad dirán algunos, otros, como Fukuyama anunciaban el fin a la historia del hombre como la conocíamos. Quizás fue Samuel Huntington quien se acercó más a visualizar los nuevos conflictos de la era, ya no desde el rol de la ideología, sino también desde la cultura, analizando las paradojas del eje occidente – resto del mundo.
Este debate marcó una parte importante de la discusión intelectual durante la década de los noventa. El atentado a las Torres Gemelas, la primavera árabe, Maidán en Ucrania, y los movimientos de indignados tanto en España como otras partes del orbe, solo son algunas muestras del error de cálculo de algunos Gobernantes, y la falta de nuevos esquemas interpretativos para dichos fenómenos.
Mucha agua ha corrido desde entonces. ¿Qué tienen en común la mayoría de estos hechos? En una hipótesis riesgosa, más allá de todos los elementos diferenciadores, lo que ha estado en juego es el reclamo de una amplia mayoría de ciudadanos por el reconocimiento de derechos y su efectiva participación en la vida política y económica de la sociedad.
En el detalle, ¿qué puede significar aquello? En algunos casos mayores derechos políticos y democracia. En otros casos, mayores derechos sociales y económico, muy especialmente la participación de cada ciudadano en el banquete del desarrollo y el crecimiento económico. Como sea, hay algo aún más profundo a dichas demandas, quizás una repulsión al poder concentrado en algunos pocos, cualquiera sea la versión, aunque usualmente vinculado al poder económico. Diversos analistas han prevenido sobre la concentración y aumento de la riqueza en desmedro de condiciones de igualdad y participación de la población respecto de los beneficios del sistema económico, lo cual requiere de mecanismos de corrección que den cabida una redistribución de la riqueza.
Esta es una idea poderosa, que poco a poco ha estado presente en el debate público de los últimos años en nuestro país, y sin que el mundo político haya reparado es sus manifestaciones más profundas y en la asimilación intuitiva por parte de la ciudadanía menos favorecida. De ahí que no sorprenda del todo, que los eventos de octubre de 2019 y meses siguientes hayan impactado tan evidentemente a la clase política, la que se ha quedado sin discurso sensato frente a este fenómeno, y sin línea de crédito. “Cabros, esto no prendió”, y bueno, lo demás ya lo sabemos.
Entre las distintas consignas de la calle, una sonó fuerte y clara, a propósito del alza de la tarifa del metro: “no son treinta pesos, sino treinta años”. Resulta una afirmación impactante si se toma en cuenta algunos datos que no se pueden soslayar. Hacia fines de la década de los años ochenta, el 40% de los chilenos vivían en la pobreza, hacia el año 2017, la pobreza en nuestro país era del 8,6%. En los últimos 30 años, la construcción de viviendas aumentó de manera importante, mejorando su calidad constructiva y metros cuadrados mínimos para habitar. Los ingresos por trabajador aumentaron en un 31%, así como el poder de compra de los mismos. De igual modo ha aumentado el acceso a los medios tecnológicos y a la cultura en general, por nombrar algunos hitos.
Sin embargo, existen importantes brechas en otras áreas como salud, educación y el sistema de protección social, muy especialmente en el ámbito de las pensiones, como en el ámbito de la distribución de los ingresos. Con todo, nuestro país observa importantes avances en diversas áreas durante los últimos treinta años. Entonces, ¿qué cambió ese 18 de octubre de 2019? Quizás algo que está en lo más profundo de los anhelos de una persona cuya vida se ha desarrollado bajo el amparo del mercado. Es decir, queremos más, mejor, a buen precio, y ojalá ahora: la concepción sobre propiedad como un reflejo de la individualidad y de la libertad. Pero, el dato de la realidad muestra que cada vez es más difícil subirse a la mesa del desarrollo: acceder a la vivienda, a un buen sistema de salud, a mejor educación, etc.
Entonces, sino son 30 pesos, ¿qué es? ¿Qué significa para la sociedad chilena la movilización social que se ha manifestado desde el 18 -O? ¿Es la esperanza que el cambio constitucional derivará necesariamente en una nueva concepción de la sociedad y sus principios rectores? ¿Es solo la posibilidad de acceso a los beneficios del crecimiento económico? Salvo las opiniones de algunos analistas e instituciones del quehacer académicos, la energía de la calle no ha derivado en una discusión que permita identificar el fondo de lo que mueve la sensibilidad social en nuestro país en estos días. Tampoco la clase política, aún perpleja con este fenómeno; ha podido conducir, educar u orientar la discusión con los medios que dispone, esencialmente la discusión institucional. A lo más, como una medida de emergencia a la crisis política, logró establecer un itinerario de reforma constitucional, cuyo resultado está por verse, y cuyo principal desafío se enfrentará en abril, cuando sepamos qué porcentaje de los constituyentes efectivamente es independiente versus aquellos vinculados a partidos políticos o grupo de poder del establishment, y podamos intuir qué tan profundo será el cambio institucional, o si este es posible efectivamente.